Israel es un Estado raro, quizás el más raro del mundo y quizás por eso todo lo relacionado con sus actos provoca respuestas extrañas. Así, la brutal intervención contra la flotilla de auxilio a los palestinos de Gaza, ¿fue un acto de terrorismo de Estado, o una respuesta desproporcionada enmarcada en el derecho de Israel a defenderse? Lo que está fuera de toda duda es que Israel actuó contra el Derecho Internacional básico, porque asaltó buques debidamente identificados, con bandera, en aguas internacionales sobre las que no tiene ninguna jurisdicción. Además, esos buques no estaban bajo sospecha fundada de transportar armas, drogas, terroristas o cualquier carga semejante que pudiera justificar un asalto en altamar bajo la debida tutela judicial, como ocurre cuando se aborda en aguas internacionales un yate con un cargamento de cocaína, pongamos por caso. Para más inri –con perdón-, varios barcos navegaban con bandera turca, un Estado de mayoría islámica y democracia imperfecta de excelentes relaciones con Israel (hasta el punto de que sus valiosos polígonos de tiro son empleados por la fuerza aérea israelí). Sin duda, en Turquía muchos se preguntarán ante lo sucedido a sus barcos para qué sirven tales delicadezas diplomáticas. Más o menos como en Israel tantos otros se preguntan por qué tienen un gobierno tan bárbaro y estúpido como el de Netanyahu, empeñado en arruinar cada oportunidad para relajar algo la tensión con los palestinos y en convertir a Hamas –grupo en la lista europea de organizaciones terroristas- en una entidad respetable.
Vayamos a las rarezas de Israel, porque quizás expliquen algo. Por ejemplo, su constante desprecio del Derecho Internacional –y sí, ya sé que sus vecinos pueden ser acusados de lo mismo-, tan chocante siendo Israel uno de los primeros Estados del mundo surgido de la aplicación positiva de ese Derecho, concretamente de la votación de Naciones Unidas que sancionó en 1947 la división del mandato británico de Palestina en dos zonas diferentes, una de ellas el germen del actual Israel. Con este origen, ¿no habría sido de esperar que Israel se erigiera en un baluarte de ese Derecho Internacional? Pues al contrario, el énfasis israelí en la trascendencia de la sanción internacional a su derecho a existir queda eclipsado por su desprecio de las resoluciones internacionales comparables sobre los derechos palestinos.
Otra rareza de Israel es invocar habitualmente dos fuentes de legitimidad para existir como Estado: se trata del derecho a un país propio, reforzado por el genocidio perpetrado por los nazis o Shoah, para los sionistas laicos –los verdaderos fundadores del Estado israelí-, pero para los judíos creyentes la legitimación originaria radica en que Yahveh prometió a Moisés el dominio eterno de la Tierra Prometida (se da la paradoja adicional, en este monumental enredo, de que ciertas facciones de judíos ortodoxos se niegan a reconocer al Estado de Israel porque consideran que su fundación correspondería en todo caso al Mesías, que está por venir; por eso tienen insólitos privilegios como la exención del servicio militar y subsidios públicos). Y con la evolución política y social del Estado de Israel, la legitimación laica –basada en el derecho del pueblo judío a un Estado propio- ha cedido importancia ante la legitimación puramente religiosa que se remite al Exodo mosaico.
Israel es, en efecto, una democracia, y como suele subrayarse la única de la región. Pero es una democracia rara: una de las tres del mundo que no tiene Constitución escrita ni, a diferencia de la británica, tampoco una larga tradición constitucionalista. Creo que Israel carece de Constitución por la dificultad de conciliar la identidad étnico-religiosa del judaísmo con el concepto liberal de ciudadanía: si este se aplicara como en la mayoría de democracias, de modo que la condición de ciudadano se otorgara automáticamente al nacido en el país o al que la pide tras unos años de residencia legal, podría haberse dado la paradoja –otra más- de que los judíos por fe o por ascendencia fueran una minoría dentro de una ciudadanía de mayoría musulmana o árabe (también hay una comunidad árabe cristiana, entre otras). Situación totalmente contradictoria con el proyecto sionista de Israel como hogar nacional de los judíos donde pueden tolerarse minorías –aunque tampoco eso, para la boyante minoría ortodoxa- como algunos árabes y drusos o samaritanos, pero no que los judíos por fe o por origen sean ellos mismos una minoría más, aunque fuera la mayor. En definitiva, el problema de Israel desde una perspectiva democrática es que, tal como está concebido, no pueda ser un estado laico sin dejar de ser Israel tal como lo concibieron no sólo sus fundadores, sino también sus actuales gobernantes. Y eso explica, aunque no lo justifique de ningún modo, que desde su nacimiento Israel haya tratado de quitarse de encima a la minoría palestina que ni quiere ni puede asimilar. Pues, ¿asimilar quién a qué?: el judaísmo no es una religión proselitista universal, y teóricamente Israel no es una teocracia, aunque actúe como tal muchas veces. Como cuando trata de apropiarse de la tierra prometida a Moisés según la Torah, expulsando a los palestinos inasimilables. Al fin y al cabo, ¿no hicieron lo mismo Josué y sus descendientes con los cananeos llamados a ser expulsados de la Tierra Prometida, o directamente exterminados? La Biblia no se anda con chiquitas a este respecto, y el problema no es que sea una colección antigua de mitos a la que le resulta totalmente extraña la idea de derechos humanos universales, sino que siga siendo un libro puramente político para muchos: un proyecto político con su programa de acción.
Para acabar: en el fondo de la tragedia de Israel y también de la de los palestinos late un conflicto religioso irresoluble en términos democráticos. O mejor, cuya única solución, prescindir de la religión, es inaplicable hoy en día. La democracia sólo puede aportar como arreglo progresivo el laicismo, es decir, la separación escrupulosa de religión y ciudadanía. En Israel, permitiría a judíos, musulmanes, cristianos, drusos y ateos compartir la misma ciudadanía, liberada de base religiosa o étnica (puesto que esa ciudadanía que se niega o regatea a muchos palestinos musulmanes puede otorgarse sin embargo a cualquier judío de la diáspora que la reclame). Pero un Estado así ya no sería Israel como Estado nacional judío, sino un Estado democrático con una gran proporción de judíos de todo tipo (desde ultraortodoxos hassidim a laicos y ateos convencidos). A esta aporía originaria se ha añadido en los últimos decenios, para agravarla, el auge del fundamentalismo islámico, que no se recata en proclamar su programa de exterminio puro y duro de Israel, como ha dicho en varias ocasiones el mismo Amineyad, presidente de Irán, repitiendo las mismas tesis genocidas del gran muftí de Jerusalén en los años treinta del pasado siglo. Programa que simplemente hace imposible que Israel no deba tomarse muy en serio el peligro de desaparecer a manos de estos fanáticos. Lo que a su vez aleja cualquier esperanza de solución pragmática distinta al uso de la fuerza. Así están las cosas. Para mí, es un ejemplo impresionante del enorme daño que la religión puede hacer a los principios democráticos y al ideal de ciudadanía libre e igualitaria, hasta reducir la democracia a un sistema para un grupo cerrado que ve en toda diferencia una amenaza y se defiende de los intrusos mediante muchas formas de exclusión, sin retroceder ante el homicidio.
En buena parte, esta degeneración de la democracia descansa en la pretensión de muchos israelíes y asociados por considerar antisemitismo o filonazismo cualquier crítica de sus numerosísimos excesos. Tal pretensión se basa en cierta creencia de disponer del monopolio del sufrimiento y del correspondiente deber universal de reparación, en una especie de victimación hereditaria no muy diferente de la promesa de la Tierra Prometida, que al parecer no caduca jamás ni puede relativizar derecho alguno.
Tengo una pequeña experiencia al respecto. En una ocasión formé parte de una delegación de la Fundación de Víctimas del Terrorismo que, a iniciativa de la presidencia danesa de la Asamblea General de la ONU, viajó a Nueva York para entrevistarse con diversas organizaciones de víctimas del terrorismo de todo el mundo. Una de estas organizaciones era un grupo israelí (también nos entrevistamos con otros grupos judíos, como el Centro Simon Wiesenthal). Nos convocaron a una reunión en un impresionante ático muy cercano a la sede de la ONU. La cosa iba marchando mal que bien hasta que Maite Pagazaurtundua expuso a la parte israelí, empeñada en que de ser víctimas del terrorismo ellos sabían más que nadie e incluso sólo ellos sabían –y como era de prever poniendo la Shoah sobre la enorme mesa-, que ella misma, como víctima de ETA (con un hermano recientemente asesinado, y amenazada y perseguida en persona, como muchos de los allí presentes), comprendía los sentimientos de los judíos y que… ¡Cómo, hasta aquí podíamos llegar! Nuestro interlocutor, es un decir, completamente congestionado, dio un puñetazo en la mesa y vociferó que nadie, absolutamente nadie, había sufrido lo que los judíos por la Shoah (ignorando que hablábamos de terrorismo, no de genocidio). Y que la mera comparación de cualquier otra persecución o tragedia con esa era poco menos que un crimen negacionista. Pues eso: que este señor y sus correligionarios tenían y tienen el monopolio del sufrimiento, y los demás meramente un pálido reflejo. Así te hayan matado a un hermano o padre, o perseguido a ti y toda tu gente, o formado parte de otras comunidades víctimas de genocidios (armenios, camboyanos, tutsis…) Esto no valía nada no siendo de los suyos. En cualquier caso, esta actitud deshumanizadora de los otros –que esta vez éramos nosotros- explicaba no pocas cosas sombrías y dibujaba un futuro peor.
CARLOS MARTÍNEZ GORRIARÁN